Antonio María Calera-Grobet
30/10/2021 - 12:00 am
La luz abierta de la escritura
Cuando pequeños, camino de la vida, untados aún a las piernas y manos de nuestros padres, de paseo caminando o sobre un auto, leíamos y pronunciábamos todo.
En memoria de un mar de periodistas asesinados
Decimos lo que nos duele o abominamos y, más importante, lo que más deseamos, por medio de la lengua. De manera que, metafóricamente, toda nuestra humanidad brota de un hilillo de saliva. La labia, pues, dicha por la lengua o escrita por la pluma, ha sido nuestra exclusiva herramienta para crear guerras o hacer amores, en fin, caernos y levantarnos como culturas y, en el trámite de los días terrenales, para defendernos de nuestros victimarios o hipnotizar, engominar y devorar a nuestra presa.
Palabras: nuestra forma de vida: más o menos nítidas u oscuras, a veces falaces y a veces verdaderas, nuestra manera de mostrar cólera, alegría o tristeza, pero, sobre todo, de persuadir o disuadir, alentar o frenar nuestro caudal de frustraciones o deseos, hacer o destruir nuestra casa u otras, y que conformaron hasta hace no mucho tiempo un tiempo ríos de signos lingüísticos por donde nos bañábamos, por los que nos dejábamos untar y arrastrar, dejamos ir en nuestro paso por este mundo.
Y digo ríos, pero inmediatamente pienso también en las palabras como tejas, en los renglones de una página que se superponen construyendo pisos o techos de otros tantos, edificando así gruesos pedazos de sentido, de pensamiento. También, mientras escribo esto, veo cómo avanzan las letras en estos tramos, cómo toman por sorpresa otros escaños. Pienso en trenes, rayas negras a toda velocidad, en ultramar. La escritura como una lenta o rápida caminata, una invasión, una plaga, un viaje en parapente que permite a uno, en calma, suspenderse, quedar elevado a la figura del que puede aislarse, a placer, para entregarse al placer de vivir el mundo.
Cuando pequeños, camino de la vida, untados aún a las piernas y manos de nuestros padres, de paseo caminando o sobre un auto, leíamos y pronunciábamos todo. No había en aquellos tiempos originales miedo alguno a adentrarse en ese cardumen de peces, ese enjambre de hormigas con significado y significante: a cada paso de la escritura, logramos el desalojo de esa conocida magnitud, el paulatino vaciado del magma comunicativo que antecede y forma la expresión y, al mismo tiempo, colonizamos orgullosos el espacio en blanco de la página o el silencio prolongado en el tiempo. Al pronunciar, al pronunciarnos: liberábamos las amarras de la conciencia: éramos. Éramos, así sin más, o quiero decir, corrijo inmediatamente, nada más y nada menos, satisfechos con el aire, livianos en nuestra, en la liviandad gratuita que nos brinda el equilibrio entre el ser y el estar.
Y todo esto porque la palabra no es que ande de capa caída, nos las traiga consigo, no. La palabra, el idioma que es el uso concreto de la lengua, ya no digamos su alta forma en la escritura, casi se halla extinta. Y lo sabemos: con ella, en su caída, se irá todo, nos iremos todos. Y sí, deberíamos, poner a la escritura en su centro de nuevo. O a nosotros en el centro de su universo: para regresarnos a ese equilibrio entre nuestro adentro y nuestro afuera, ver a la escritura menos como un dique y más como compuerta, como esclusa entre la nada y el designio luminoso de un todo. Sí, deberíamos, sabemos que debiéramos todos, pero: ¿cómo?
Para apaciguarnos al menos, como ejercicio conveniente para degradar la ansiedad, cambiar de camino y tomar rumbo por otro más tranquilo y vaya que profundo: el conocerse uno mismo. La escritura del nosce te ipsum que vea las grafías manuscritas como labores de construcción de un nido de aves sobre el cobertizo, una nutria en el tejido de su nido, el agua entrando a la acequia de nuestro interior, en bellos y perfectos círculos, como los juegos de caligrafía en antiguos días. Bien. Pero, ¿cómo?
O bien escribir al menos como remanso, artesanado mero del cuerpo en donde una retahíla creciente o cada vez más rala de palabras, no pensemos puras y exactas, pensemos apenas suficientes para decirnos (si bien no hay que desgastar en oídos sordos nuestras palabras), apenas un hilo sacado de la rueca de nuestra propia cabeza, casi como accidente, casi como escurrimiento de una cera a la deriva, que significara la pérdida de algo que consideremos lastre (se llame como se llame), palabras como el pitido de vapor que nos avisa que alguna presión perniciosa va de salida. Y primero iría esta escritura o pensamiento: la de primera necesidad, de higiene íntima de uno a sí mismo, la escritura sin culpa, del Dr. Jekyll con cariño para su Mr. Hyde: escribirnos para describirnos, descubrirnos. Sí, pero, ¿cómo? Cómo en
Y luego de ahí podríamos saltar a esa otra más montada, la escritura para juntarnos, en el supuesto de que decir al otro lo que nos gusta y lo que no, lo que nos duele y molesta y acaba por distinguirnos de otros seres humanos es todavía digno de ser atendido. Y alguna otredad atenta se asoma a la ciudad esperando encontrarse con esa comunicación, reflejarse en esa habla, ese decir de un ser que se ha abierto. ¿Ésta es la escritura hacia el otro? ¿La del “yo soy otro”? Puede ser. Y si no es debería serlo. Esta cartografía de querencias debería, pues, deberíamos hacer fuera, el parque para liberarnos, por lo menos momentáneamente, de preocuparnos por el juicio o el prejuicio de “la gente”. Ser claros y pedir claridad: largo sueño, eternamente aplazado. La escritura aquí, el pensamiento, el habla, como salvamento, como tejabán para guarecernos de cierta lluvia negra que pensamos pasaría (los malos entendidos, las letras pequeñas de los contratos, las pseudo comunicaciones o el vil fascismo que como ventriloquia dice una cosa pero busca otra), pero que no es desgraciadamente una enfermedad temporal, y ha gangrenado ya nuestra mente, y en donde quizás el haber estipulado (haber ciertamente dicho o escrito algo como cartografía de quereres tiempo), hubiera aportado una medicina, hubiera inyectado ánimos, un espejo tal vez poco lustrado pero suficiente para ver nuestra cara más escondida.
De las escrituras subsecuentes, pensemos en ellas como las que van cargando más sentido, menos denotativas y más connotativas, no otra cosa vendría que un ramillete de amor. Y con esa palara es que habría que definir eso que viene, sin brindar a los escépticos, frígidos en su incapacidad volitiva, de capacidad de cambiar el mundo o salvar alguna vida. Inanes algunos pensamientos que no pueden pronunciar el tropo por pobreza del ser, impotencia en su capacidad amatoria. Amor: cierta disposición coreográfica de pares en el mundo. Es un jugo la vida aquí, la vida a partir de esta habla, esta escritura. La vivimos ya. Es el Romanticismo, es Lorca, es Dadá, el Surrealismo, el momento del état second no sólo en la escritura sino en la vida misma, el momento en donde la ficción y la realidad parecieran mezclarse y en donde el júbilo filosófico de sabernos seres vivos, amados y por ello creativos pero también pensadores críticos (a pesar de hallarse los hablantes entre un éxtasis, observadores y participantes de una natura de belleza casi paranormal), en donde dicha escritura parece un sinónimo de la vida misma, o bien una construcción de otra. Escribirle a otro lo que pensamos de él, describirnos frente a ese otro para dejarnos leer por su entendimiento, significa Humanismo, Renacimiento, en donde el arte y su crítica, como nivel excelso de este lenguaje tocado por la sangre, como extremo del goce estético, constituye uno de los más altos picos que haya alcanzado el hombre, lo más preciado que posee su memoria, ese registro de su paso por el planeta Tierra. Residencia en la tierra. La Vida Nueva.
Y estas escrituras anteriores sólo para acercarnos al extremo (aunque a mano nuestra siempre que queramos tenderla) de la escritura límite: la de la lucha (en maqueta, cosa esquemática, claro), entre dos o más contrincantes del combate intelectual. ¿Cuál? El de discernir, El de dudar. Analizar. Pensar. Para jugar al menos en dudar de la realidad tal y como nos la han puesto sobre la mesa los que disponen del llamado “orden establecido”, del statu quo del establishment, por no decir de la ralea oligárquica del corporativismo que rige sin escrúpulos a la humanidad. Para muchos estratos y en muy diversos niveles, esta escritura pudiera significar una posibilidad real de pelear en contra de una visión siempre totalitaria y dogmática del mundo. Cada quien en su trinchera. No es ingenuamente salvífica como la del amor que se sueña revolucionario, y tiende realmente a alterar el contrato social en el entendido de que eso que se impuso como verdad no es, o no debiera serlo, inamovible. Por artificial, falso, corto, tramposo.
Para algunos menos pesimistas, de ser elegida esta escritura (y más alta, por verdadera, ganada más tarde o más temprano según nuestras motivaciones), devendría en una verdadera transformación del estar en el mundo, ser en el mundo. En ella las palabras no sólo tienden a crear puentes sino que se levantan para instaurar nuevas realidades. Eliminar ciertas jaulas. Las palabras aquí no portan cargas neutrales: emanan sus humores a lo largo de los espacios y tiempos. Se abren paso entre el poder. Lo atemorizan. De largo alcance, cruzan transversalmente el potaje ideológico elaborado con religiones y gobiernos, tantos intereses como queramos en eterno conflicto y siempre perpendiculares a lo que se hubiera soñado por cualquier pueblo y en cualquier tiempo. Quisiera como deber ser. No maquillarán la realidad estas escrituras propuestas: la develarán. Cuestionarán modas y propondrán nuevas derivaciones, devenires del ser.
Es la escritura que llevó de fondo la gran veta de las vanguardias latinoamericanas (la de Raúl Zurita, Gonzalo Rojas, Néstor Perlongher, Nicanor Parra, Eduardo Milán, Haroldo de Campos y tantas y tantas voces más, que se adentraron en la herida nuestra), y que ahora practican, por ejemplo, de alguna manera, quienes ejercen un periodismo valiente y se juegan el pellejo todos y cada uno de los días de su vida. Decretar sobre ese nuevo papel en blanco, profanar el pesado silencio tanto por cobardía o moralina asumida, por autosabotaje, como ultimado por amenazas de muerte, un papel que debiera en todo caso representar nuestra más abierta libertad, inspiraría a la comunidad de cualquier grupo social, en su vida diaria. Abriría los ojos e invitaría a “los de abajo” (y los regímenes putrefactos van contra pensadores, obreros, campesinos, universitarios, profesionistas, amas de casa, contra todos por igual) a enunciar, denunciar eso en lo que no estamos de acuerdo, a proponer otro orden y rumbo del afecto y el fin último de nuestras vidas. Esa escritura equivaldría a un ensayo de pensamientos para su inminente práctica social, la puesta en escena de ideas propias para su aparición de lleno en la plaza pública. No se trataría de una contribución sino de una retribución ética a la escultura social de la cual provenimos, a la que todos damos volumen ahora: esa tridimensión a la que llamamos, con todo su peso y así en mayúsculas: CULTURA.
Esta plataforma de despegue de ideas, sobra decirlo, constituiría para los ciudadanos denominados mortales, “de a pie”, convendría a todas luces para regresar a la casa (¿a la caza?) de las palabras, nuestra primera morada, a la escritura de nuestro destino natural y no recortado, diluido, adulterado. Y más vale que una vida abierta aparezca para escribirse y no una cerrada se asuma como ya escrita por otras manos, otros corporativos que no sean nuestros seres queridos, nuestras familias, nuestros grupos de amigos o nuestras mascotas. O la nuestra gobernará, nuestra sesera gobernará nuestra vida o esa otra que en estos tiempos ultramodernos se nos inyecta y nos indigesta el organismo: cualquier cantidad de información en panfletos, publicidad, boñiga en noticieros líderes de irreflexión, artera propaganda por doquier, en fin, todos esos trabajos forzados que infectan nuestra sensibilidad y con los que debemos cumplir para andar al paso del barullo monocorde.
Así es y la pregunta subsiste. ¿Cómo regresar el camino? ¿Cómo programar cualquier escritura planteada como tumbado de puertas, como insubordinación palpitante, reacomodo del orgullo de ser pensante y diferente, esa que supondría más que una sangría o una buena orinada liberadora de nuestro “yo” acendrado y bilioso? ¿No se trataría de un pacto hermoso, una nueva oportunidad que nos vendría de maravilla para revivir? ¿La heroicidad de haberse ganado a uno mismo, haber puesto los zapatos no en polvorosa sino en tierra firme, a la espera del despunte de un destino, la expansión a todos los puntos de una gran y primera victoria? ¿Ser y no solamente estar? Bien. Empecemos a responder: ¿Con quiénes empezamos? ¿Cómo?
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